miércoles, 26 de agosto de 2009

RECORDANDO A MARX, EL COMEDIANTE

El pasado 19 de agosto se cumplieron 32 años de la muerte de Groucho Marx. Olvidado por muchos, éste comediante americano-judío-alemán, además de legar a la historia del cine más de 20 largometrajes, será recordado por algunas de las frases más ingeniosas del mundo del celuloide. Al igual que genios del humor como los Monty Python o Woody Allen (quienes de seguro le estarán en deuda) los hermanos Marx, especialmente Groucho, diseccionaron la sociedad de su tiempo de la manera más graciosa posible, desnudando sus miserias con el despliegue de gags memorables y sátiras del mundo político.

Dos de sus frases siempre me vienen a la mente cuando, como hoy, las elecciones se acercan. Junto a estas retorna la imagen del Bestiario que en nuestro país define la suerte de los muchos y la manera artificiosa como, la mayoría de las veces, acaba por decir lo que no piensa y haciendo lo que desde siempre afirmo repudiar.

La primera de sus frases nos acerca a lo evidente. Para Groucho “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Nada más cercano a nuestra cotidianidad. Basta con abrir un periódico cualquiera y confrontar las acciones de algún gobernante, los discursos que las justifican y el soporte programático en el cual se apoyan para evidenciar la dislocación entre las necesidades socialmente relevantes, la manera como dicen serán solventadas y las acciones orientadas al logro de dicho propósito.

Samuel Moreno es un reconocido artista en la materia. Encontró que la movilidad era el problema más sentido de los bogotanos; diagnosticó que la solución era el metro; y finalmente, decidió que en la vía más congestionada de la ciudad, como lo es carrera séptima, el mejor remedio era la construcción del Transmilenio.

La segunda de sus frases remite a la entidad de los políticos y la forma “dinámica” como entienden su quehacer. En un corto dialogo Groucho asegura a su interlocutor que “el secreto de la vida es la honestidad y el juego limpio, si puedes simular eso, lo has conseguido”. Nada nuevo. Bien nos recuerda Balandier que “el príncipe debe comportarse como un actor político si quiere conquistar y conservar su poder. Su imagen, las apariencias que provoca, pueden entonces corresponder a lo que los súbditos desean hallar en él”. Esto aplica para todas las épocas y todos los príncipes. Sin embargo hoy, cuando el poder de la representación política se apoya cada vez más en la representación mediática del poder, el simulacro se extiende y reproduce especímenes camaleónicos que a pasar de sus inconsistencias, impudicias y desatinos, se reconstruyen una y otra vez.

Las frases de Groucho han sido formas de dimensionar en sus justas proporciones a quienes detentaron el poder y permiten desenmascarar el batiburrillo de infundios y elefantes blancos que los líderes se proponen vender como la solución final. Por más que los políticos (y no hablo únicamente de los nuestros) se empeñen en tomarse demasiado en serio o simular algo semejante, el cinismo que acompaña la mayoría de sus discursos y sus actos no permite tomarlos de la misma manera.

Podría decirse que Groucho Marx, Jaime Garzón o cualquiera de los insolentes que se burlaron de la autoridad, sus artificios retóricos y sus rituales simulados, tendrán siempre un lugar de honor en el pedestal de la democracia. Esto porque aun cuando la decencia y la política no son términos complementarios, ni la veracidad un atributo distintivo del quehacer político, no está de más recordarnos a nosotros mismos, en condición de ciudadanos, que la mentira no tiene porque ser una herramienta legitimada para el ejercicio de la acción pública, ni las ideas que sustentan esas acciones simples slogans de campaña que, una vez terminada, pueden ser substituidos a condición de renovar la permanencia en el poder.

Bogotá, 25 de agosto de 2009



martes, 18 de agosto de 2009

ASESINOS POR NATURALEZA

Hace poco más de un año el Secretario de Estado para las Fuerzas Armadas del Reino Unido advirtió que en Colombia "muchos civiles son víctimas de la violencia no por sus creencias, trabajo o afiliación sindical, sino porque la sociedad colombiana es violenta por naturaleza [es] una sociedad dañada". Esta visión, sin duda, reproduce la imagen de una Europa imperial mirando desde el norte nuestro sur Calibanesco.

Sin embargo, a pesar de su desatino, al burócrata metropolitano le atiende algo de razón. De pronto la sociedad colombiana no es violenta por naturaleza, pero si naturalizo la violencia como su rasgo más visible. A pesar de los esfuerzos del Estado colombiano por restablecer el monopolio de la coerción y desestimular la violencia como instrumento legítimo para el logro de cualquier fin social, los hechos muestran a un país que no renuncia a la arbitrariedad, ni al irrespeto por la vida humana.

Mediciones como el Índice Global de Paz (http://www.visionofhumanity.org/), que ubica a Colombia como el país menos pacifico de la región, o las cifras de homicidios de Medicina Legal de 2008 (http://www.medicinalegal.gov.co/drip/for2008.html), son muestra de una violencia entronizada como una práctica social cotidiana que no cede.

Una mirada atenta a las cifras oficiales de homicidios hace que lo dicho por el funcionario del Reino Unido cobre sentido. Según los datos presentados, en 2008 se produjeron en Colombia 15.250 asesinatos. Aunque bastantes, un número de homicidios tan elevado no es excepcional en un país con conflicto armado interno, pensaran algunos. Sin embargo, las cifras ponen de presente que menos de un 10% de estos fueron producto de violencia sociopolítica. Mientras que las acciones militares, los enfrentamientos armados, las acciones guerrilleras, paramilitares, el terrorismo y el asesinato político produjeron 1.320 muertos, los hechos de violencia común, en la cual se enmarcan las venganzas, las riñas y los delitos sexuales, provocaron 1.896 homicidios. Estas cifras evidencian un hecho que, por lo general, se pasa por alto. Esto es, que los muertos en el país no son en su mayoría consecuencia de acciones terroristas o actos de guerra.

Si menos del 10% de los asesinatos son producto de la guerra, significa que más del 90% se produjeron en los barrios, en las esquinas, en los festejos familiares. Esa violencia cotidiana hace que, por ejemplo, las viviendas se conviertan en lugares de altísimo riesgo si tenemos presente que en el periodo analizado se produjeron en su interior 1.597 asesinatos, 277 muertes más que las que se dieron en los campos de batalla.

La magnitud de estas cifras y los hechos que las originan deberían motivar una reflexión de fondo sobre el porvenir de la nación y la resignificación de la vida humana y su respeto como valor supremo en una sociedad democrática. Sin embargo, pareciera que hablar de asesinatos es llover sobre mojado ya que la respuesta generalizada a nuestra tragedia es la banalización de la violencia y la negación de un mundo del común atravesado por la barbarie.

De lo anterior es sintomático que el informe de Medicina Legal fuera registrado en las ediciones en línea de El Tiempo y El Espectador únicamente en la sección judicial y como una nota rutinaria de no más de diez líneas. De la misma manera, la parquedad de los lectores frente a éste desmadre contrasta con su participación activa en noticias de menor importancia. En El Espectador, por ejemplo, hubo diez y ocho comentarios al informe mencionado, mientras que el poll bimensual de Invamer – Gallup del 10 de Julio reportó casi dos mil opiniones.

A pesar de la imagen que se reproduce desde el discurso oficial, su despliegue en los grandes medios de comunicación y la apropiación de éste por gran parte de los colombianos, la victoria del Estado frente a los irregulares (sean guerrillas, paramilitares o "Bandas Criminales") no traerá la pacificación definitiva de este país, ni redundará en la fotografía idílica de un pueblo tomado de las manos gritando a viva voz que los buenos somos más.

Nadie duda de la necesidad de derrotar a las guerrillas y erradicar los fenómenos ilegales asociados a estas. Sin embargo, sería más importante y, quizá más imperioso, que los discursos oficiales y las acciones públicas que los acompañan se orientaran al ataque y la erradicación de la pandemia de la violencia común. Atacar este tipo de violencia y estimular una cultura de conflictos más allá de la aniquilación física del contrario es lo que permitirá que los colombianos puedan hacer suyas las lógicas definitorias de la democracia liberal y domestiquen esa violencia naturalizada que no permite pensar una sociedad distinta. De no ser así de nada valdran los esfuerzos por vencer a los irregulares de hoy, ya que a su derrota surgirán unos nuevos, con renovadas justificaciones para recurrir a la violencia, y el resto de los colombianos continuará padeciendo el asesinato y el aniquilamiento físico como mediador social legitimado.

Bogotá, 10 de Agosto de 2009