jueves, 19 de agosto de 2010

MIEDOCRACIA (I)

El ejercicio del poder político se apoya en imágenes de terror que dan vida a los antagonismos constituyentes de la realidad social, a aquellos opuestos irreconciliables que nos permiten reconocer el orden deseado y a quienes suponen un obstáculo para su materialización. En democracia estas representaciones del mal se renuevan de cuando en cuando con la exacerbación de los miedos y los instintos de supervivencia más primarios para movilizar intereses electorales desde la instrumentación de la Miedocracia. Dan fe de ello los huevitos del presidente Uribe y el miedo a que el mal vecino o “la culebra moribunda” se los tragaran.

En nuestro país, sin embargo, la Miedocracia se despliega no solamente en la práctica electoral. También está presente en el miedo a la democracia y a su consolidación como orden social y político deseable. A juzgar por la manera restringida como se entiende el ejercicio democrático y el pánico que genera la posibilidad de alternativas al estado de cosas imperante, se podría afirmar que la democracia electoral, antes que sustentar un ethos y una concepción amplia de la misma, ha reforzado los prejuicios frente a la diferencia y ha servido como legitimador de mentalidades y prácticas no democráticas que comúnmente son asumidas como tales.

Nada nuevo. A esta demanda acudieron las distintas oposiciones políticas desde el frente nacional hasta nuestros días y fue, en parte, aquello que motivó la lógica participativa que sirvió de base a la Constitución Política de 1991. Sin embargo, pasados casi veinte años de la expedición de esta carta política y viviendo, como se repite todos los días, en una vibrante democracia que es, además, la más antigua y prolongada del continente, nada parece haber cambiado. Esta semana me topé con dos encuestas que, lamentablemente, parecen confirmarlo. La primera es el informe anual del Latinobarometro para el año 2009. La segunda, una encuesta del canal NTN24.

Con ocasión del golpe de Estado contra el presidente Zelaya, el Latinobarometro preguntó ¿cuán democrático es Honduras? calificándolo en una escala de 1 a 10. En Colombia la encuesta arrojó en promedio 7.1, es decir que, luego de una toma militar del poder político la mayoría de los colombianos encuestados cree que Honduras estaría a tan solo tres puntos de convertirse en la democracia perfecta. No sobra decir que fue la calificación más alta en todo el continente. Por su parte, el canal de noticias NTN24 preguntó a los cibernautas si ¿cree usted que la dictadura de Augusto Pinochet ayudo al progreso que hoy en día disfrutan los chilenos? La respuesta mayoritaria fue un sí, con el 70%.

Estos resultados bien reflejan lo que muchos colombianos entienden por democracia y la opacidad de los lentes con los que estos validan los procesos llamados democráticos. Explican, por ejemplo, por qué la mayoría de los votantes en los últimos ocho años se embelesaron con propuestas poco democráticas o autoritarias como las de Uribe y Mockus, y como la democracia electoral sirvió como legitimador de plataformas políticas que negaban de tajo principios democráticos como la pluralidad, la diferencia y la alteridad. Los colombianos se jactan de su democracia, pero ni la entienden, ni la practican. Se vanaglorian de unas definiciones legales que proyectan instituciones políticas dentro de los más elevados preceptos republicanos, pero ante una divergencia mínima no dudarían en recurrir a la arbitrariedad y el abuso de poder. El miedo parece estar presente en todos las instancias de la vida social y política, y la única respuesta posible pareciera ser el uso de democracia, para no vivir la democracia.

Ante esto solamente queda esperar que ojalá, algún día, la sociedad colombiana se embarque en la construcción de un proyecto colectivo en el que la democracia y sus dispositivos se conviertan en el mecanismo de coordinación prevalente y sea posible vivir la democracia. Quizá entonces se le pierda el miedo y sea posible considerarla como una herramienta posible para la transformación social y, por que no, la conjura contra el atavismo, antes que un mal necesario.

viernes, 13 de agosto de 2010

EL GOBIERNO DEL "BUEN GOBIERNO”

En su Manifiesto de campaña y en los discursos de Juan Manuel Santos se deja claro que su mandato será el del Buen Gobierno –BG-. Este cambio no le viene mal a una administración y ni a unos funcionarios que en los últimos ocho años se acoplaron tan cómodamente a la arbitrariedad y el personalismo tan propios del uribato. La sola mención al BG es ya un respiro de aire fresco frente a lo hecho por su antecesor, aunque claro, no hay que perder de vista que estos conceptos se vacían con rapidez y pierden entidad una vez los gobiernos se enfrentan a la inercia propia de lo público estatal.

En este caso, la idea del BG es importante porque unifica el discurso del nuevo presidente y, por tanto, da sentido a su programa. En primer lugar, define los límites de la relación Estado-sociedad y, en segundo lugar, identifica el ethos requerido por los funcionarios y los hacedores de políticas para la puesta en marcha de un nuevo orden deseable. Dan cuenta de ello las 17 menciones que se hace al BG en su Manifiesto que se engloban en tres aspectos de la acción pública, como son, las ideas, las prácticas y las mentalidades. Desde las ideas se entiende como una filosofía y un enfoque social; desde las prácticas, es asumido como una forma de modernizar el Estado partiendo de la eficiencia, la eficacia y la transparencia en el manejo de los recursos públicos; y desde las mentalidades, propone una transformación cultural que promueva el trabajo en equipo, la innovación, el conocimiento y la sostenibilidad.

Una primera consideración que se desprende de esta nueva lógica, es la expresión de una ruptura con las propuestas de reforma del Estado adelantadas por los gobiernos que lo antecedieron desde 1990, ya que transita de las reformas de “primera generación” a las reformas de “segunda generación”. Esto significa, palabras más palabras menos, que lo importante es propender por la cualificación funcional del Estado a partir de la transformación de las prácticas y las mentalidades de sus actores, superando de una vez por todas la etapa de rediseño institucional y redefinición de las fronteras de la acción estatal donde, a partir de la descentralización, la racionalización y la desregulación, se sustituyó el Estado por el mercado y se estableció un nuevo esquema de división social del trabajo y de la actividad económica. Es ir, como diría Oszlak, de “menor a mejor”.

Una segunda consideración sobre la propuesta de BG es que ésta se ajusta, unas veces más otras menos, a los estándares internacionales contemplados como criterios para evaluar al Buen Gobierno o la buena Gobernanza. De acuerdo con el PNUD se requiere que la acción gubernamental tenga como principios orientadores: la participación, la legalidad, transparencia, la responsabilidad, el consenso, la equidad, la eficacia y eficiencia, y la sensibilidad, todos ellos presentes en el documento mencionado.

Sin embargo, aunque en conjunto los elementos señalados son importantes para alcanzar la meta del BG, hay uno más importante que los otros: el de la participación. De acuerdo con Rosa Nonell, bajo “el término buen gobierno se incluyen aquellos principios, actitudes, conductas y actuaciones de los distintos gobiernos y organizaciones públicas que permiten implicar más a los ciudadanos en el devenir de la sociedad”, es decir, que el BG no lo es tal si no logra la intervención activa de la sociedad civil organizada.

Esto significa que, aunque la instrumentalización de criterios gerenciales a la administración pública es necesaria, ésta no agota la idea del BG. En este aspecto el programa del presidente Santos se ha quedado corto. La participación se menciona, por supuesto, pero solamente una vez en el punto 95 del programa, en lo atinente a la institucionalidad local y regional y su vinculación con lo ambiental, pero no, como era de esperarse, como un principio transversal y orientador de las trasformaciones propuestas.

Esta reforma se diferencia de los programas de sus antecesores, no hay duda. Estos, así no hayan actuado en consecuencia, por lo menos consideraron como elemento axial de la acción pública la participación ciudadana. Se confirma así que la deliberación y la promoción de prácticas democráticas en la definición de los problemas públicos y las necesidades socialmente relevantes no hacen parte de los marcos cognitivos de los tecnócratas locales. Ni siquiera en la implementación de un enfoque tan plural como el del Buen Gobierno la participación y la deliberación pública se asumen como prioritarias.

Por suerte esto apenas comienza. Queda esperar, entonces, que el presidente y sus funcionarios rectifiquen el rumbo y promuevan el Buen Gobierno en sentido amplio. De lo contrario esta será una propuesta más, un  simple eslogan de campaña carente de toda sustancia.