El ejercicio del poder político se apoya en imágenes de terror que dan vida a los antagonismos constituyentes de la realidad social, a aquellos opuestos irreconciliables que nos permiten reconocer el orden deseado y a quienes suponen un obstáculo para su materialización. En democracia estas representaciones del mal se renuevan de cuando en cuando con la exacerbación de los miedos y los instintos de supervivencia más primarios para movilizar intereses electorales desde la instrumentación de la Miedocracia. Dan fe de ello los huevitos del presidente Uribe y el miedo a que el mal vecino o “la culebra moribunda” se los tragaran.
En nuestro país, sin embargo, la Miedocracia se despliega no solamente en la práctica electoral. También está presente en el miedo a la democracia y a su consolidación como orden social y político deseable. A juzgar por la manera restringida como se entiende el ejercicio democrático y el pánico que genera la posibilidad de alternativas al estado de cosas imperante, se podría afirmar que la democracia electoral, antes que sustentar un ethos y una concepción amplia de la misma, ha reforzado los prejuicios frente a la diferencia y ha servido como legitimador de mentalidades y prácticas no democráticas que comúnmente son asumidas como tales.
Nada nuevo. A esta demanda acudieron las distintas oposiciones políticas desde el frente nacional hasta nuestros días y fue, en parte, aquello que motivó la lógica participativa que sirvió de base a la Constitución Política de 1991. Sin embargo, pasados casi veinte años de la expedición de esta carta política y viviendo, como se repite todos los días, en una vibrante democracia que es, además, la más antigua y prolongada del continente, nada parece haber cambiado. Esta semana me topé con dos encuestas que, lamentablemente, parecen confirmarlo. La primera es el informe anual del Latinobarometro para el año 2009. La segunda, una encuesta del canal NTN24.
Con ocasión del golpe de Estado contra el presidente Zelaya, el Latinobarometro preguntó ¿cuán democrático es Honduras? calificándolo en una escala de 1 a 10. En Colombia la encuesta arrojó en promedio 7.1, es decir que, luego de una toma militar del poder político la mayoría de los colombianos encuestados cree que Honduras estaría a tan solo tres puntos de convertirse en la democracia perfecta. No sobra decir que fue la calificación más alta en todo el continente. Por su parte, el canal de noticias NTN24 preguntó a los cibernautas si ¿cree usted que la dictadura de Augusto Pinochet ayudo al progreso que hoy en día disfrutan los chilenos? La respuesta mayoritaria fue un sí, con el 70%.
Estos resultados bien reflejan lo que muchos colombianos entienden por democracia y la opacidad de los lentes con los que estos validan los procesos llamados democráticos. Explican, por ejemplo, por qué la mayoría de los votantes en los últimos ocho años se embelesaron con propuestas poco democráticas o autoritarias como las de Uribe y Mockus, y como la democracia electoral sirvió como legitimador de plataformas políticas que negaban de tajo principios democráticos como la pluralidad, la diferencia y la alteridad. Los colombianos se jactan de su democracia, pero ni la entienden, ni la practican. Se vanaglorian de unas definiciones legales que proyectan instituciones políticas dentro de los más elevados preceptos republicanos, pero ante una divergencia mínima no dudarían en recurrir a la arbitrariedad y el abuso de poder. El miedo parece estar presente en todos las instancias de la vida social y política, y la única respuesta posible pareciera ser el uso de democracia, para no vivir la democracia.
Ante esto solamente queda esperar que ojalá, algún día, la sociedad colombiana se embarque en la construcción de un proyecto colectivo en el que la democracia y sus dispositivos se conviertan en el mecanismo de coordinación prevalente y sea posible vivir la democracia. Quizá entonces se le pierda el miedo y sea posible considerarla como una herramienta posible para la transformación social y, por que no, la conjura contra el atavismo, antes que un mal necesario.