La exacerbación del miedo y las denuncias sobre infiltraciones terroristas hechas por el DAS no tuvieron lugar en las marchas en contra del proyecto de reforma a la ley 30 de 1992. Como bien lo señaló el Ministro del Interior, se desarrollaron con tranquilidad y revelaron la emergencia de nuevas formas de movilización social que, aunque incipientes, rompen con la exaltación atávica de la violencia, privilegian el uso de armas simbólicas y promueven identidades al margen del dogmatismo que ha caracterizado al tradicional movimiento estudiantil.
Si bien los noticieros se esmeraron en registrar como aspecto central de la jornada hechos marginales de violencia, quienes se hicieron presentes en la carrera séptima y la Plaza de Bolívar pudieron constatar que los manifestantes, en su mayoría, antepusieron las bombas de agua a las papas bomba y las narices de payaso a las capuchas. De esta manera, el 7 de abril se hizo presente un movimiento estudiantil plural que, desde su carácter policlasista y multisectorial, desafió con lenguajes renovados, cargados de histrionismo e inteligencia, la violencia antisistémica característica de la izquierda revolucionaria y sus herederos.
Esto no es un hecho casual. La combinación de consignas, pancartas y performances, que no solo aludieron a la reforma, sino que reclamaron el reconocimiento de identidades más allá de las reivindicaciones de clase, pareciera ser el germen de una nueva forma de movilización estudiantil, más democrática que autoritaria, no solo por recrear escenarios de confrontación que distan de la rigidez y el fanatismo militante, sino porque evitan exacerbar el dramatismo que provoca la violencia y que eclipsa unas demandas legítimas que, generalmente, quedan sepultadas bajo los vidrios rotos y los titulares de prensa que un día después confirman, como lo hizo El Espectador, que “Las marchas no fueron del todo pacificas”.
Este viraje, hay que decirlo, podría quedar en lo puramente episódico. Sin embargo, sería lamentable dada la necesidad de replantear el lugar y los alcances de un movimiento estudiantil anquilosado, que pareciera no darse cuenta de su inocuidad, de su incapacidad para poner en cuestión la hegemonía que hace legítimo el estado de cosas imperante, siempre que no genera identidad con las comunidades que dice representar, no persuade sobre la necesidad de organizarse ni de la justeza de sus demandas y, fundamentalmente, porque carece de autocritica y no revalúa unos discursos y unas prácticas que no dan respuesta a las necesidades y los intereses del estudiantado y, por tanto, no logra romper con su apatía y atomización.
Walter Benjamín señaló en sus primeros ensayos que la “juventud no sólo se encuentra llena de futuro, sino que siente dentro de sí la alegría y el coraje de los nuevos portadores de la cultura... Este sentimiento juvenil ha de convertirse en una forma de pensar compartida por todos, en una brújula de la vida”.
Hoy, más que nunca, sus palabras cobran vigencia. Nuestros jóvenes deben recobrar el ímpetu que les es propio y convertirse en protagonistas de primer orden en las transformaciones de nuestro tiempo. Para ello han de convertirse en adversarios legítimos en el marco de la lucha democrática, algo que se logra, inicialmente, con la edificación de proyectos que, con espíritu crítico y creatividad, reconsideren las formas de lucha imperantes que, además de agotadas, favorecen la perpetuación de los poderes instituidos desde la sedimentación de prejuicios condenan de antemano la movilización estudiantil.