lunes, 20 de abril de 2009
LLEGAMOS A MIL
Superadas las mil visitas agradezco a todos los que ingresaron al Blog y se tomaron el tiempo de leer y comentar los artículos.
LOS OLVIDADIZOS
El paramilitarismo se propagó en el país replicando el modelo desplegado en Puerto Boyacá (Boyacá); recorrido en el cual Ramón Isaza y “Ernesto Báez” entrecruzaron sus vidas. Primero en los escuadrones de la muerte promovidos en la región del Magdalena Medio, hoy en día en las audiencias de la ley de Justicia y Paz imputados por crímenes de lesa humanidad.
Isaza y “Báez” son testigos de excepción del nacimiento y expansión del narco-paramilitarismo, de ahí que sus testimonios sean importantes para esclarecer los crímenes derivados de su modelo de control social, pero aún más importante, son claves para explicar cómo desde las elites locales y regionales se estableció la simbiosis entre narcotráfico, paramilitarismo y política. Sin embargo, tras acogerse a la ley 975 se hallan frente a la justicia y coinciden nuevamente; sólo que -esta vez- en la negación y el ocultamiento de los crímenes que auspiciaron y perpetraron durante más de veinte años.
Desde su primera audiencia, en la que dijo sufrir de Alzheimer, Ramón Isaza ha confesado poco y su memoria se recupera lentamente con datos insuficientes o sin importancia. Lo de “Báez” no ha sido muy distinto. A casi cuatro años de su desmovilización, según informe de El Espectador, “suele explayarse en largas disquisiciones políticas, pero cuando se le pregunta por crímenes específicos perpetrados por las autodefensas, elude cualquier responsabilidad personal y circunscribe su testimonio a versiones de oídas”.
La desmemoria de los históricos del paramilitarismo pareciera reafirmar que, a pesar de la desfiguración promovida por algunos sectores de la sociedad y la institucionalidad colombiana respecto de las reales motivaciones de estos criminales, su guerra contra las guerrillas fue un simple accidente en su carrera por usurpar violentamente grandes territorios y, quizá lo más importante, descomponer el ya debilitado tejido social con la imposición de prácticas ilegales propias del narcotráfico.
Pese a sus falencias, amplios sectores de opinión señalan que la desmovilización parcial de más de treinta mil combatientes es ya una victoria del Estado frente a la violencia y un motivo suficiente para sentir la satisfacción del deber cumplido. No obstante la importancia de dicho proceso, el silencio de la comandancia respecto de las masacres y genocidios que se obstinan en negar, así como frente a las alianzas entre la institucionalidad y el entramado de ilegalidad impuesto por la triunfante revolución “traqueta”, promueven la impunidad y la negación de una historia de terror que tiene que ser contada: no sólo para reparar a todas las víctimas sino para poder reconfigurar la nación y sus imaginarios desde narrativas que permitan reconocer las motivaciones y los actores involucrados, buscando así transformar dichas prácticas y mentalidades para la búsqueda de un conflicto posible mas allá de la violencia.
Con la negación de sus crímenes, Ramón Isaza y Ernesto Báez, confirman que sus propios muertos y los de las miles de familias víctimas de masacres y genocidios nunca estuvieron vinculados en sentido estricto a acciones de guerra que justificaran tales sacrificios. Sus actos nos recuerdan que, como sentenciara Nietzsche, con bastante frecuencia el criminal no está a la altura de su acto puesto que lo empequeñece y calumnia.
El silencio cobarde de éstos y los demás paramilitares que no fueron extraditados es sintomático de una realidad lamentable. Son expresión de un mundo social azotado y tomado a la fuerza por gatilleros sin sentido de honor o dignidad que, apoyados en el silencio cómplice y la venalidad de una élite inescrupulosa, llevaron a la sociedad colombiana a transitar por el camino de la antitética de la ilegalidad en la que hay que agradecerles por tan noble cruzada.
Isaza y “Báez” son testigos de excepción del nacimiento y expansión del narco-paramilitarismo, de ahí que sus testimonios sean importantes para esclarecer los crímenes derivados de su modelo de control social, pero aún más importante, son claves para explicar cómo desde las elites locales y regionales se estableció la simbiosis entre narcotráfico, paramilitarismo y política. Sin embargo, tras acogerse a la ley 975 se hallan frente a la justicia y coinciden nuevamente; sólo que -esta vez- en la negación y el ocultamiento de los crímenes que auspiciaron y perpetraron durante más de veinte años.
Desde su primera audiencia, en la que dijo sufrir de Alzheimer, Ramón Isaza ha confesado poco y su memoria se recupera lentamente con datos insuficientes o sin importancia. Lo de “Báez” no ha sido muy distinto. A casi cuatro años de su desmovilización, según informe de El Espectador, “suele explayarse en largas disquisiciones políticas, pero cuando se le pregunta por crímenes específicos perpetrados por las autodefensas, elude cualquier responsabilidad personal y circunscribe su testimonio a versiones de oídas”.
La desmemoria de los históricos del paramilitarismo pareciera reafirmar que, a pesar de la desfiguración promovida por algunos sectores de la sociedad y la institucionalidad colombiana respecto de las reales motivaciones de estos criminales, su guerra contra las guerrillas fue un simple accidente en su carrera por usurpar violentamente grandes territorios y, quizá lo más importante, descomponer el ya debilitado tejido social con la imposición de prácticas ilegales propias del narcotráfico.
Pese a sus falencias, amplios sectores de opinión señalan que la desmovilización parcial de más de treinta mil combatientes es ya una victoria del Estado frente a la violencia y un motivo suficiente para sentir la satisfacción del deber cumplido. No obstante la importancia de dicho proceso, el silencio de la comandancia respecto de las masacres y genocidios que se obstinan en negar, así como frente a las alianzas entre la institucionalidad y el entramado de ilegalidad impuesto por la triunfante revolución “traqueta”, promueven la impunidad y la negación de una historia de terror que tiene que ser contada: no sólo para reparar a todas las víctimas sino para poder reconfigurar la nación y sus imaginarios desde narrativas que permitan reconocer las motivaciones y los actores involucrados, buscando así transformar dichas prácticas y mentalidades para la búsqueda de un conflicto posible mas allá de la violencia.
Con la negación de sus crímenes, Ramón Isaza y Ernesto Báez, confirman que sus propios muertos y los de las miles de familias víctimas de masacres y genocidios nunca estuvieron vinculados en sentido estricto a acciones de guerra que justificaran tales sacrificios. Sus actos nos recuerdan que, como sentenciara Nietzsche, con bastante frecuencia el criminal no está a la altura de su acto puesto que lo empequeñece y calumnia.
El silencio cobarde de éstos y los demás paramilitares que no fueron extraditados es sintomático de una realidad lamentable. Son expresión de un mundo social azotado y tomado a la fuerza por gatilleros sin sentido de honor o dignidad que, apoyados en el silencio cómplice y la venalidad de una élite inescrupulosa, llevaron a la sociedad colombiana a transitar por el camino de la antitética de la ilegalidad en la que hay que agradecerles por tan noble cruzada.
Alejandro Pérez, Abril 20 de 2009
jueves, 16 de abril de 2009
DE VUELTA A LA TOLERANCIA
En el mundo liberal la Tolerancia es el valor fundamental para consolidar la democracia y el elemento necesario para formalizar relaciones sociales en las que impere la alteridad. La Tolerancia fue originariamente un dispositivo de incorporación social de “herejes”, “desviados” o “impuros”, en momentos en que la lógica política de los Estados nacionales se imponía al mundo sacramental. A pesar de su condición indeseable, el tolerado no sería llevado a la hoguera por sus convicciones religiosas. En un segundo momento la Tolerancia pasa de ser una concesión arbitraria a una norma jurídica con la consagración de los derechos individuales y el ejercicio de la ciudadanía. Finalmente, la Tolerancia es hoy un principio ético necesario para el despliegue de instituciones y prácticas culturales democráticas. Esta representa el consenso por el cual “se renuncia expresamente al uso de la violencia para la resolución” de los antagonismos y las discrepancias sociales, y por el cual se reconoce la diversidad y promueve el conflicto en marcos normativos propios de la vida democrática.
La evolución del concepto se da en los últimos 400 años de la historia de Occidente. Sin embargo, en la sociedad colombiana la institucionalización de la Tolerancia como regla de conducta deseable, y los avances normativos en la materia, no han impactado en la constitución de prácticas y mentalidades que supongan la aceptación de la diferencia o, por lo menos, el respeto por la integridad física del “intolerado”. Bien sea en el terreno de la política o en el respeto y afirmación de las identidades individuales, los ejemplos de intolerancia abundan.
De un lado, la interminable violencia política sufrida desde la segunda mitad del siglo pasado, que va del corte franela de la Violencia al canibalismo paramilitar de nuestros días, pone de presente una cultura política que no ha podido desechar la violencia y el aniquilamiento físico como instrumento válido de acción. Aunque ilegal y repudiado desde la forma, el fondo se hace presente cuando amplios sectores de la sociedad legitiman las acciones violentas de los grupos armados ilegales y consideran normal, e incluso necesario, cuando el Estado abusa del monopolio de la coerción eliminando físicamente a sus contradictores.
Desde otras esferas, los crímenes de odio contra la comunidad LGTB o las muertes provocadas en el ámbito del futbol por cuenta de las Barras Bravas, por ejemplo, hacen evidente una anomia definitoria de la colombianidad que nos lleva a pensar si esta sociedad fracaso en el intento de regir sus destinos por las ideas más elementales de la civilización y la Modernidad, o si por el contrario nisiquiera ha iniciado tal recorrido.
De los más enconados antagonismos a la más banal de las contradicciones, la imposibilidad de acudir a la Tolerancia en cualquiera de sus acepciones sugiere que, a pasar de los 400 años de atraso en la apropiación de dicha noción, se requiere avanzar en los procesos básicos que posibiliten llegar algún día al menos a soportar aquello que de antemano se rechaza por indeseable o impensable, y por tanto intolerable, sin recurrir a su eliminación física. Es decir, volver a los origenes mismos del concepto. Al lograr ese presupuesto esencial podríamos pensar, por qué no, en la edificación de una cultura de conflictos que, entendiendo lo inevitable de los mismos, haga posible enfrentarlos con la mayor vehemencia, pero al mismo tiempo con la racionalidad suficiente para entender que un proyecto de nación y unas nuevas narrativas que lo apoyen no pueden estar soportadas sino en el respeto por la vida humana y todo lo que de ello se deriva.
Alejandro Pérez
Abril 16 de 2009
La evolución del concepto se da en los últimos 400 años de la historia de Occidente. Sin embargo, en la sociedad colombiana la institucionalización de la Tolerancia como regla de conducta deseable, y los avances normativos en la materia, no han impactado en la constitución de prácticas y mentalidades que supongan la aceptación de la diferencia o, por lo menos, el respeto por la integridad física del “intolerado”. Bien sea en el terreno de la política o en el respeto y afirmación de las identidades individuales, los ejemplos de intolerancia abundan.
De un lado, la interminable violencia política sufrida desde la segunda mitad del siglo pasado, que va del corte franela de la Violencia al canibalismo paramilitar de nuestros días, pone de presente una cultura política que no ha podido desechar la violencia y el aniquilamiento físico como instrumento válido de acción. Aunque ilegal y repudiado desde la forma, el fondo se hace presente cuando amplios sectores de la sociedad legitiman las acciones violentas de los grupos armados ilegales y consideran normal, e incluso necesario, cuando el Estado abusa del monopolio de la coerción eliminando físicamente a sus contradictores.
Desde otras esferas, los crímenes de odio contra la comunidad LGTB o las muertes provocadas en el ámbito del futbol por cuenta de las Barras Bravas, por ejemplo, hacen evidente una anomia definitoria de la colombianidad que nos lleva a pensar si esta sociedad fracaso en el intento de regir sus destinos por las ideas más elementales de la civilización y la Modernidad, o si por el contrario nisiquiera ha iniciado tal recorrido.
De los más enconados antagonismos a la más banal de las contradicciones, la imposibilidad de acudir a la Tolerancia en cualquiera de sus acepciones sugiere que, a pasar de los 400 años de atraso en la apropiación de dicha noción, se requiere avanzar en los procesos básicos que posibiliten llegar algún día al menos a soportar aquello que de antemano se rechaza por indeseable o impensable, y por tanto intolerable, sin recurrir a su eliminación física. Es decir, volver a los origenes mismos del concepto. Al lograr ese presupuesto esencial podríamos pensar, por qué no, en la edificación de una cultura de conflictos que, entendiendo lo inevitable de los mismos, haga posible enfrentarlos con la mayor vehemencia, pero al mismo tiempo con la racionalidad suficiente para entender que un proyecto de nación y unas nuevas narrativas que lo apoyen no pueden estar soportadas sino en el respeto por la vida humana y todo lo que de ello se deriva.
Alejandro Pérez
Abril 16 de 2009
Etiquetas:
abuso de autoridad,
Alteridad,
Diferencia,
Identidad,
Tolerancia
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