En Bolivia, el pasado fin de semana el Movimiento Sin Miedo (MSM) y el Movimiento al Socialismo (MAS), quisieron limar asperezas en un partido de fútbol. Los primeros, en cabeza del hoy alcalde de La Paz, Luis Rivilla, rompieron con el presidente Evo Morales y la coalición de gobierno, entrado el 2010, por cuenta de la campaña de estos últimos para eliminar con demandas judiciales a gobernadores y alcaldes opositores.
Muy a pesar de las buenas intenciones, el esperado encuentro no trajo la concordia. Pasados cinco minutos del primer tiempo el presidente de la República de Bolivia se salió de casillas ante la infracción de un rival y, a la primera desatención del árbitro, tomó la justicia por mano propia encajando un fuerte rodillazo en la entrepierna de su agresor. De esta manera las diferencias no solamente no se limaron, sino que todos quedaron con el sin sabor de ver a la máxima autoridad de los bolivianos recurriendo a prácticas antideportivas, con el agravante de ver que éstas quedaron en la total impunidad.
Se dirá que así es el futbol y que poco o nada importan los títulos y las dignidades de los jugadores a la hora de hacer respetar su divisa. Nada más cierto. Por esta razón su actitud en la cancha no es realmente censurable y quien haya jugado fútbol puede dar razón de esto. En este caso más valía defender la camiseta del MAS que procurar un acercamiento con sus ex aliados. Sin embargo, aunque desde su masificación el fútbol y la política han sido amigos inseparables, el problema de “El Evo” es no haber entendido –entre muchas otras cosas- que en el ejercicio del poder político el deporte es simplemente un medio, nunca un fin.
Lo que es impresentable es que el Presidente se sitúe fuera de lugar.
Los príncipes de todos los pelambres deben su autoridad no solamente a la titularidad de la misma. Para detentar el poder y ejercerlo con eficiencia es también necesario provocar en los gobernados la imagen de lo que éstos desean hallar en él. Bien recomendaba Maquiavelo que, “por encima de todo, el príncipe debe ingeniarse por parecer grande e ilustre en cada uno de sus actos”, cosa que refrendaría cuatro siglos más tarde Groucho Marx al asegurar que “el secreto de la vida es la honestidad y el juego limpio... si puedes simular eso, lo has conseguido”.
En busca de lo anterior los regímenes políticos se han apoyado en el fútbol para explotar simbólicamente el simulacro de una vida en común, en el que es posible condensar, en vivo y en directo, el cuerpo de la nación. Se recurre políticamente al fútbol, pero desde la galería, desde donde se pueden exaltar los valores deportivos sin derramar una gota sudor. Esta es una de las facetas del ejercicio del poder: la de exhibir.
La otra es la faceta que debe mantenerse oculta, la de la acción puramente instrumental. En ésta insultar al adversario, escupirlo, tocarle los testículos, halarle la camiseta o golpearlo en estado de indefensión, son, en el fútbol y en la política simples medios para alcanzar un fin determinado. Por esta razón a “El Evo” lo cogieron en fuera de lugar, por pretender sacar réditos políticos de un partido de fútbol sometiéndose a las reglas y conducta propias del mismo, revelando aquello que todos somos o podemos llegar ser, pero en lo cual nadie quiere verse reflejado.
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