La supervivencia, y el instinto que le subyace, son el motor de la acción en el reino animal. En los humanos, a pesar de su domesticación, este instinto pareciera prevalecer, ser irreductible. Pero solo pareciera si nos atenemos a las cifras de accidentalidad vial y a las noticias de borrachines causando estragos detrás del volante. A pesar de la vanidad humana y la cacareada superioridad del hombre sobre la bestia, la realidad se obstina en demostrar que en Colombia los conductores desarrollan este instinto en menor medida que un animal cualquiera.
No es un problema exclusivo de los colombianos, por supuesto. El irrespeto a las normas de tránsito y la incomprensión de los riesgos que esto supone es un problema global. En todos los países del mundo hay muertos por accidentes de tránsito y casi todos los casos son producto de la imprudencia o la estupidez de los conductores. Sin embargo, las cifras muestran que en nuestro país, siempre en competencia con Bolivia, Ecuador y Perú, las cosas son mucho peores. Las cifras del Fondo de Prevención Vial –viejísimas, por demás- son reveladoras: mientras que en el año 2005 en Alemania hubo 1 muerto en accidentes de tránsito por cada 10 mil vehículos y en Uruguay 1.1, en Colombia esa cifra de fue de 11.9, en Bolivia 16,7 y en Perú 41,5. Del mismo modo, el Instituto de Medicina Legal reportó que, en 2008, aproximadamente el 50% de los accidentes de tránsito en los cuales hubo muertos fueron provocados por conductores ebrios.
La desaprensión frente a reglas tan elementales como las de tránsito son sintomáticas de una dislocación mayor. Como bien señalara Mockus, la distancia entre la ley, la moral y la cultura, no permite reconocernos en marcos de acción comunes. No solo en la conducción, sino en cualquier actividad que obligue el reconocimiento de la alteridad, la agencia de los colombianos no se somete a principios orientadores que permitan el disfrute de la libertad en términos de equivalencia. El irrespeto por el peatón, por la vida de los demás conductores y por la de los conductores mismos, pone de presente que no se actúa pensado en términos de comunidad, ni mucho menos de sociedad, lo que deriva en un individualismo selectivo y depredador, en el cual la autodeterminación nos hace libres pero para afectar a los demás.
Los muertos en los accidentes y el lloriqueo de los infractores recuerdan a diario que la anomia generalizada y la imposibilidad de interiorizar los mecanismos de coordinación social propios del mundo moderno, entre ellos el imperio de la ley, hace de los colombianos individuos tremendamente vulnerables. En los animales el instinto de supervivencia está siempre presente. Frente a una circunstancia de riesgo hay solo dos alternativas: la vida o la muerte. Si se sobrevive, el aprendizaje es para toda la vida. En los colombianos, por el contrario, la libertad de llevar al límite sus impulsos no encuentra barrera ni en el aprendizaje individual, ni mucho menos en la protección que brinda la legalidad instituida. Esta es una de las tantas paradojas de nuestro difícil ingreso a la modernidad. Por un lado, neutralizamos los instintos que aún nos ligan con el resto del reino animal, pero a cambio de eso no apropiamos las prácticas y las mentalidades de la civilización que son, en últmas, las herramientas necesarias para sortear los avatares de vivir el mundo de la libertad sin mayores contratiempos.
Excelente reflexión. Produce escalofrío considerar que el agravente de nuestro idividualismo selectivo y depredador padece, para colmo de males, de extrema colombianización.
ResponderEliminarGracias por el comentario.
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