La victoria de Alexis Tsipras y su partido Syriza en las elecciones parlamentarias del domingo pasado en Grecia y la irrupción de fuerzas políticas arraigadas en movimientos sociales surgidos en respuesta a las recetas de ajuste y austeridad, tanto en Grecia como España, han hecho que el miedo corroa a los grandes poderes de la Unión Europea. De un lado, por el avance de las salidas populistas a la crisis, radicales y a la izquierda, como en el caso griego; de otro, por la evidencia del debilitamiento de los modelos de integración y democrático de mercado que, francamente, no han hecho correr los ríos de leche y miel prometidos, por lo menos para las capas medias de estos países, las principales damnificadas con la debacle financiera e inmobiliaria iniciada en 2008.
A
su vez, en este clima de zozobra, desde el pasado mes de mayo la vida política
española ha sufrido un fuerte sacudón por la consolidación de una alternativa
política al bipartidismo, surgida de la entraña de los indignados. Podemos,
partido liderado por Pablo Iglesias e hijo directo del 15M, no sólo conquistó
cinco escaños en el Parlamento Europeo, sino que se perfila como protagonista
de las cuatro jornadas electorales de este año en España.
La
sin salida de millones de desempleados, los seis años de políticas de austeridad
impuestas por la troika económica europea (Banco Central Europeo, Comisión
Económica Europea y Fondo Monetario Internacional) para asegurar los pagos a la
deuda resultante y el descrédito del PP y el PSOE, llevaron a que una coalición
de movimientos radicales, liderada por profesores universitarios cercanos al
socialismo del siglo XXI, aupada por un discurso centrado en el derribamiento
de la casta bipartidista y su corte, y orientada a auditar públicamente y
renegociar los términos de la deuda soberana, pusiera en entredicho el modelo
democrático de la transición.
Al
desafío propuesto, la respuesta del establecimiento ha sido
errática, inocua y pensada a las carreras, y antes que sofocar la movilización,
ha logrado impulsar a los advenedizos. Aunque para la mayoría de
españoles las cosas no van bien, los llamados al cambio y la polifonía
resultante, en boca de quienes han sido directamente culpables de la crisis, no
provoca identidades con los intereses y anhelos de la gente.
El
PP es muestra de ello. Mariano Rajoy, actual presidente del gobierno, habla del
cambio sin sacudirse de los escándalos de corrupción de su partido (en especial
frente al caso Bárcenas), limitándose a decir que la crisis es cosa del pasado.
Por los lados del PSOE las cosas no son muy distintas. Frente a la necesidad de
transformar la acción del partido al tenor de los problemas de sus votantes,
que están entre los que se inclinarán por la versión socialista de Podemos,
resuelve elegir como Secretario General a Pedro Sánchez, un dirigente
livianito, que no tiene interlocución con la nomenclatura del partido, y que
además fue consejero de Caja Madrid, uno de los bancos más cuestionados durante
la crisis.
Es
aquí donde el populismo entra en acción y detenerlo no parece fácil. Y hablo
del populismo no solamente como una práctica política desviada de las lógicas
de la democracia liberal, que acude a la vaguedad, la irracionalidad y el
autoritarismo. Lo pienso también desde lo planteado por Laclau, como práctica
política que permite articular demandas populares heterogéneas que surgen en
oposición y como reclamo frente a un poder que las ignora o las rechaza, y que
logra, como en el caso de Podemos, valerse de una noción de
cambio que, a diferencia de la propuesta por la casta, aglutina el descontento
y permite traducir su tragedia cotidiana en un discurso político inteligible y
coherente.
La
democracia liberal o burguesa, es quizá el único régimen político que permite
de forma abierta y deliberada provocar su quiebra y en Europa este proceso se
incuba cada vez con mayor fuerza. En sociedades complejas, multiculturales y
tremendamente cambiantes como las que hoy se construyen en la mayoría de sus
países, la integración de mercados y la extensión de una democracia sustentada
únicamente en el fomento a la libertad
de empresa, no parecen no ser suficientes. Y con gobiernos a merced de los
intereses de las grandes corporaciones y el capital financiero y partidos
políticos que limitan sus prácticas a su simple reproducción y persistencia,
resultados como los de Syriza o Podemos son
una consecuencia casi obligada.
Hace
algunos años escribí, pensando con el deseo, que luego del 15M "el
distanciamiento de los ciudadanos con el centro poder, parece no tener reversa.
De ahí que quizá se hayan sentado los cimientos de un movimiento social que
abandona la retórica antisistémica y encuentra que la democracia es la única
respuesta posible”. Pues bien, el tiempo parece haber dado la razón, y entre
más se amplía esa distancia, mayores son las posibilidades de forjar
alternativas populistas que aglutinen los intereses de los más. Y es que éstas,
aún con sus inconsistencias y peligros, hablan un lenguaje que hace ya mucho
tiempo olvidaron los dueños del poder.