Semana 2. 05/01/2015 – 11/01/2015
Fernando Vallejo.
Casablanca la bella
Alfaguara. 2013. 185pp.
La
segunda semana del año empecé a saldar mis deudas con autores colombianos,
especialmente con vedettes o bestsellers que no me habían
generado, hasta hoy, un mínimo asomo de curiosidad. Uno de ellos es Fernando
Vallejo, a quien desde mis diecisiete años, cuando leí Chapolas Negras,
su biografía de José Asunción Silva, no quise volver a leer. Su prosa
panfletaria, desenfrenada, cargada de odio contra todos y contra todo, pudo
resultar chocante en mi adolescencia, no solo porque, intuyo, era difícil de
digerir, sino porque en sus peroratas no encontré un correlato con mi propia
experiencia. Aunque no lo recuerdo, supongo que en ese tiempo sus libros no me
decían nada.
Después
de casi veinte años muchas cosas cambiaron. Vallejo pasó de ser un escritor de culto,
expatriado en México, biógrafo de poetas y autor de La virgen de los
sicarios, a convertirse en una especie de conciencia nacional y, por ello,
en una lectura obligatoria por su desmesura, su desazón y su tenacidad en la
denuncia de las lacras que lo atormentan. Por mi parte, además del evidente
paso del tiempo, algo habrá cambiado para que un libro como Casablanca la
bella, su última novela, con sus disparos al aire, sus condenas a la casi
totalidad de instituciones de occidente, siempre blasfematorias e infamantes,
me hubiera resultado conmovedora.
Casablanca
la bella, un libro pequeño, de menos de 200
páginas, es realmente emotivo. Una sumatoria de sentimientos en torno a lo
inevitable de la soledad y el transcurrir del tiempo; temas que se despliegan
en la metáfora de una casa que es restaurada y destruida (la nación colombiana,
quizá), siendo una empresa imposible, como imposible es cualquier intento de
construir legados frente a la vacuidad de cualquier iniciativa humana, sea esta
individual o colectiva, y mucho más si es en Colombia.
Fernando
Vallejo, quien habla siempre en primera persona, recrea el rescate de una vieja
casa en el barrio Laureles, en su natal Medellín, proyecto que se asocia de
forma inevitable a Casaloca, la casa de sus padres ubicada frente a Casablanca,
de la que huyó a los once años; o la casa de Santa Anita, la finca de sus
abuelos, sitio en el que fue realmente feliz. Pasadas casi seis décadas. Vuelve
a Laureles, a Casablanca, pero en ese
proceso sufre las desventuras de un emprendimiento que está condenado al
desastre.
La
reconstrucción de Casablanca lleva al narrador a recorrer sus pasos, a partir
de las desventuras propias de una obra civil (la compra de los materiales, la
búsqueda de los albañiles, las cañerías rotas, la estafa misma que supuso la
compra de la casa) en las cuales va introduciendo diálogos con vivos, muertos
y, principalmente, con las ratas de Casablanca, que por su bondad, amor y
conocimiento del ambiente mortecino de la ciudad, se convierten interlocutoras
de primer orden para el nuevo inquilino, quien demuestra su cariño a los
animales reafirmando la misantropía que recorre la travesía del autor por sus
recuerdos.
Esto
bien se expresa cuando sus niñitas, las ratas, lo inquieren sobre
su legado en la tierra, a lo que responde que más que un legado buscará dejar
una herencia, porque “el legado se lo contagiaron a ustedes, niñas, los mismos
que les contagiaron la peste: los bípedos que excretan sentados pero que
caminan parados en dos patas (…) y ahí van por la superficie del globo como
hormigas sobre un mapamundi. La fuerza de gravedad los retiene. Que si no… No
inventar yo una antifuerza que suprima la otra y los lance al espacio
intergaláctico donde se los trague un agujero negro”.
Estas
conversaciones se entreveran de forma descuadernada en la reconstrucción de la
memoria, con digresiones en las que van y vuelven personas y acontecimientos
que definieron la vida del narrador, y simultáneamente emergen con violencia
diatribas contra una ciudad que ya no es su ciudad, no solo porque “en los años
que dejé de verla, que son los que llevan haciendo su obra los sicarios, se
volvió otra”, sino porque en allí se condensan y se ven expresadas las tirrias
del autor, que recaen sobre la iglesia católica, los pobres, las ciencias y en
especial la física, las mujeres, los políticos de aquí, de allá y de acullá,
los desechables, entre muchos otros. A éstas se suman los recuerdos de sus
pocos amores, que serán a su vez las primeras invitadas a su Casablanca “a
saber: mi abuela Raquel, mi perra Argia, mi perra Bruja, mi perra Kim y mi
perra Quina”, todas hijas de una memoria que se resiste a desaparecer.
En
ese ir y venir, con la demolición de Casaloca el protagonista logra, culminar
una obra que parecía no tener final, no sin antes sufrir la aniquilación de su
última fuente de recuerdos. Muy a tiempo, a pesar de todo, concluye un proyecto
que le permitirá entronizar el corazón de Jesús y ubicar el reloj de Santa
Anita en su propia casa, no para contar el tiempo que pasó, con todos sus
muertos a cuestas, sino para marcar minuto a minuto el tiempo que le queda.
Inútil todo, ya que, como era de esperarse, en menos de un día, Casablanca
sucumbe a la estulticia de una sociedad y de un país en el que “hay días en que
todo está mal. Pero hay días en que todo está peor".
Como bien lo señalé, no he sido lector de Vallejo. Pero después de ver muchas de sus entrevistas, pareciera que sus odios y diatribas se repitieran de manera interminable. Sin embargo, desde las primeras páginas de Casablanca la bella, nos dice su autor que, pese a los cambios de su país, de su ciudad, de su idioma, él permanecerá incólume. “¿También cambio yo? ¡Jamás! Soy el que siempre he sido, un río fiel a su corriente. En mis remolinos revuelco vivos y los pongo a girar, a girar, a girar como disco rayado a 78 revoluciones por minuto. Con su último ¡Dios mío! en la boca los saco boqueando, para volverlos a hundir para volverlos a sacar, ahora sí, ciento por ciento ahogados”.
Me pregunto, entonces, si tanto martillar sobre los mismos males pueda redundar en un agotamiento de su obra, si siempre decir lo mismo acabará por aburrir a su legión de seguidores. Sinceramente no lo sé. Pero escribir sobre Colombia y su imposibilidad como nación, permite recabar una y otra vez sobre lo mismo, sin que la realidad diga lo contrario.
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