El Caníbal y las metáforas del canibalismo son parte de la visión occidental del mundo. Con éstas se ha deshumanizado lo desconocido, representado lo diferente e ilustrado rupturas y transiciones en órdenes sociales constituidos.
Las referencias políticas son numerosas. Baste recordar que en Colombia el canibalismo ha sido un comportamiento autodestructivo atribuido a la izquierda, cuya principal característica ha sido el desprestigio y la anulación entre copartidarios, por causa de matices ideológicos irreconciliables, aun a expensas de su propia supervivencia política.
En la disputa por el poder y la definición de nuevas realidades, la antropofagia ejemplifica la tensión entre poderes instituidos e instituyentes bajo las lógicas de la democracia y la civilidad. Nadie pensaría que en pleno siglo XXI el canibalismo pudiera ser, en su sentido estricto, un instrumento posible de acción política o un referente simbólico aceptado.
No obstante, al leer en la revista Semana el link http://www.verdadabierta.com/, (dedicado al estudio del paramilitarismo), recordé las declaraciones de alias Robinson reproducidas en un debate adelantado en la Cámara de Representantes. Cuenta Robinson que “a veces nos hacían tomar vasos de sangre o cuando no había carne, pues, para comer, sacábamos la de los muertos (…) el comandante (…) les metía el cuchillo aquí (en el cuello) y chorreaba la sangre, entonces él cogía el vaso y nos lo pasaba a uno por uno. Nos decía que la sangre era para que nos diera sed y siguiéramos matando personas". Tristemente este relato exhibe dos elementos centrales del presente político e institucional colombiano.
En primer lugar evidencia la ferocidad de los grupos violentos, su repulsión hacia las normas mínimas del Derecho Internacional Humanitario y la renuncia a cualquier asomo de honor y gallardía, propios del guerrero. En segundo lugar refleja la legitimación de la barbarie y el canibalismo como dispositivos de disciplinamiento social por parte de algunas élites locales y regionales.
A diciembre de 2008, “la Fiscalía ha detectado 172 casos de políticos involucrados con grupos ilegales, entre los que sobresalen 96 Alcaldes, 23 Concejales, 25 Senadores, 16 Representantes a la Cámara y 12 gobernadores” según datos de http://www.verdadabierta.com/. Es claro, entonces, que gamonales, terratenientes y autoridades locales se beneficiaron y favorecieron del terror como forma de disputar el poder político y alcanzar los distintos niveles de la representación popular. La representación del poder, materializada en el acceso al parlamento y demás cargos de elección popular, se sustentó en el poder de la representación y en el despliegue de imágenes pavorosas acompañadas de antropofagia y genocidios inenarrables.
Ante este panorama bueno es recordar a Norbert Lechner, cuando señala que: “la política es a su vez objeto de la lucha política. Vale decir, [que] la lucha es siempre también una lucha por definir lo que es la política". Esto, ya que el fenómeno de la violencia y el aprovechamiento de la misma para el beneficio de ciertos grupos o individuos no solamente pone en entredicho la legitimidad del Estado, al favorecer desde el poder político institucional la fragmentación de la soberanía a la cual debe su mandato, sino que configura un escenario público inmóvil en el que la reproducción de imágenes y prácticas de terror impiden la construcción de una cultura democrática en la que la imbricación entre poderes instituidos y poderes instituyentes se decida bajo lógicas ciudadanas, que si bien no desconocen el conflicto, permitan negociarlo sin llegar a la ingestión del adversario.
Las referencias políticas son numerosas. Baste recordar que en Colombia el canibalismo ha sido un comportamiento autodestructivo atribuido a la izquierda, cuya principal característica ha sido el desprestigio y la anulación entre copartidarios, por causa de matices ideológicos irreconciliables, aun a expensas de su propia supervivencia política.
En la disputa por el poder y la definición de nuevas realidades, la antropofagia ejemplifica la tensión entre poderes instituidos e instituyentes bajo las lógicas de la democracia y la civilidad. Nadie pensaría que en pleno siglo XXI el canibalismo pudiera ser, en su sentido estricto, un instrumento posible de acción política o un referente simbólico aceptado.
No obstante, al leer en la revista Semana el link http://www.verdadabierta.com/, (dedicado al estudio del paramilitarismo), recordé las declaraciones de alias Robinson reproducidas en un debate adelantado en la Cámara de Representantes. Cuenta Robinson que “a veces nos hacían tomar vasos de sangre o cuando no había carne, pues, para comer, sacábamos la de los muertos (…) el comandante (…) les metía el cuchillo aquí (en el cuello) y chorreaba la sangre, entonces él cogía el vaso y nos lo pasaba a uno por uno. Nos decía que la sangre era para que nos diera sed y siguiéramos matando personas". Tristemente este relato exhibe dos elementos centrales del presente político e institucional colombiano.
En primer lugar evidencia la ferocidad de los grupos violentos, su repulsión hacia las normas mínimas del Derecho Internacional Humanitario y la renuncia a cualquier asomo de honor y gallardía, propios del guerrero. En segundo lugar refleja la legitimación de la barbarie y el canibalismo como dispositivos de disciplinamiento social por parte de algunas élites locales y regionales.
A diciembre de 2008, “la Fiscalía ha detectado 172 casos de políticos involucrados con grupos ilegales, entre los que sobresalen 96 Alcaldes, 23 Concejales, 25 Senadores, 16 Representantes a la Cámara y 12 gobernadores” según datos de http://www.verdadabierta.com/. Es claro, entonces, que gamonales, terratenientes y autoridades locales se beneficiaron y favorecieron del terror como forma de disputar el poder político y alcanzar los distintos niveles de la representación popular. La representación del poder, materializada en el acceso al parlamento y demás cargos de elección popular, se sustentó en el poder de la representación y en el despliegue de imágenes pavorosas acompañadas de antropofagia y genocidios inenarrables.
Ante este panorama bueno es recordar a Norbert Lechner, cuando señala que: “la política es a su vez objeto de la lucha política. Vale decir, [que] la lucha es siempre también una lucha por definir lo que es la política". Esto, ya que el fenómeno de la violencia y el aprovechamiento de la misma para el beneficio de ciertos grupos o individuos no solamente pone en entredicho la legitimidad del Estado, al favorecer desde el poder político institucional la fragmentación de la soberanía a la cual debe su mandato, sino que configura un escenario público inmóvil en el que la reproducción de imágenes y prácticas de terror impiden la construcción de una cultura democrática en la que la imbricación entre poderes instituidos y poderes instituyentes se decida bajo lógicas ciudadanas, que si bien no desconocen el conflicto, permitan negociarlo sin llegar a la ingestión del adversario.
Alejandro Pérez
Febrero 27 de 2009