miércoles, 26 de agosto de 2009

RECORDANDO A MARX, EL COMEDIANTE

El pasado 19 de agosto se cumplieron 32 años de la muerte de Groucho Marx. Olvidado por muchos, éste comediante americano-judío-alemán, además de legar a la historia del cine más de 20 largometrajes, será recordado por algunas de las frases más ingeniosas del mundo del celuloide. Al igual que genios del humor como los Monty Python o Woody Allen (quienes de seguro le estarán en deuda) los hermanos Marx, especialmente Groucho, diseccionaron la sociedad de su tiempo de la manera más graciosa posible, desnudando sus miserias con el despliegue de gags memorables y sátiras del mundo político.

Dos de sus frases siempre me vienen a la mente cuando, como hoy, las elecciones se acercan. Junto a estas retorna la imagen del Bestiario que en nuestro país define la suerte de los muchos y la manera artificiosa como, la mayoría de las veces, acaba por decir lo que no piensa y haciendo lo que desde siempre afirmo repudiar.

La primera de sus frases nos acerca a lo evidente. Para Groucho “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Nada más cercano a nuestra cotidianidad. Basta con abrir un periódico cualquiera y confrontar las acciones de algún gobernante, los discursos que las justifican y el soporte programático en el cual se apoyan para evidenciar la dislocación entre las necesidades socialmente relevantes, la manera como dicen serán solventadas y las acciones orientadas al logro de dicho propósito.

Samuel Moreno es un reconocido artista en la materia. Encontró que la movilidad era el problema más sentido de los bogotanos; diagnosticó que la solución era el metro; y finalmente, decidió que en la vía más congestionada de la ciudad, como lo es carrera séptima, el mejor remedio era la construcción del Transmilenio.

La segunda de sus frases remite a la entidad de los políticos y la forma “dinámica” como entienden su quehacer. En un corto dialogo Groucho asegura a su interlocutor que “el secreto de la vida es la honestidad y el juego limpio, si puedes simular eso, lo has conseguido”. Nada nuevo. Bien nos recuerda Balandier que “el príncipe debe comportarse como un actor político si quiere conquistar y conservar su poder. Su imagen, las apariencias que provoca, pueden entonces corresponder a lo que los súbditos desean hallar en él”. Esto aplica para todas las épocas y todos los príncipes. Sin embargo hoy, cuando el poder de la representación política se apoya cada vez más en la representación mediática del poder, el simulacro se extiende y reproduce especímenes camaleónicos que a pasar de sus inconsistencias, impudicias y desatinos, se reconstruyen una y otra vez.

Las frases de Groucho han sido formas de dimensionar en sus justas proporciones a quienes detentaron el poder y permiten desenmascarar el batiburrillo de infundios y elefantes blancos que los líderes se proponen vender como la solución final. Por más que los políticos (y no hablo únicamente de los nuestros) se empeñen en tomarse demasiado en serio o simular algo semejante, el cinismo que acompaña la mayoría de sus discursos y sus actos no permite tomarlos de la misma manera.

Podría decirse que Groucho Marx, Jaime Garzón o cualquiera de los insolentes que se burlaron de la autoridad, sus artificios retóricos y sus rituales simulados, tendrán siempre un lugar de honor en el pedestal de la democracia. Esto porque aun cuando la decencia y la política no son términos complementarios, ni la veracidad un atributo distintivo del quehacer político, no está de más recordarnos a nosotros mismos, en condición de ciudadanos, que la mentira no tiene porque ser una herramienta legitimada para el ejercicio de la acción pública, ni las ideas que sustentan esas acciones simples slogans de campaña que, una vez terminada, pueden ser substituidos a condición de renovar la permanencia en el poder.

Bogotá, 25 de agosto de 2009



martes, 18 de agosto de 2009

ASESINOS POR NATURALEZA

Hace poco más de un año el Secretario de Estado para las Fuerzas Armadas del Reino Unido advirtió que en Colombia "muchos civiles son víctimas de la violencia no por sus creencias, trabajo o afiliación sindical, sino porque la sociedad colombiana es violenta por naturaleza [es] una sociedad dañada". Esta visión, sin duda, reproduce la imagen de una Europa imperial mirando desde el norte nuestro sur Calibanesco.

Sin embargo, a pesar de su desatino, al burócrata metropolitano le atiende algo de razón. De pronto la sociedad colombiana no es violenta por naturaleza, pero si naturalizo la violencia como su rasgo más visible. A pesar de los esfuerzos del Estado colombiano por restablecer el monopolio de la coerción y desestimular la violencia como instrumento legítimo para el logro de cualquier fin social, los hechos muestran a un país que no renuncia a la arbitrariedad, ni al irrespeto por la vida humana.

Mediciones como el Índice Global de Paz (http://www.visionofhumanity.org/), que ubica a Colombia como el país menos pacifico de la región, o las cifras de homicidios de Medicina Legal de 2008 (http://www.medicinalegal.gov.co/drip/for2008.html), son muestra de una violencia entronizada como una práctica social cotidiana que no cede.

Una mirada atenta a las cifras oficiales de homicidios hace que lo dicho por el funcionario del Reino Unido cobre sentido. Según los datos presentados, en 2008 se produjeron en Colombia 15.250 asesinatos. Aunque bastantes, un número de homicidios tan elevado no es excepcional en un país con conflicto armado interno, pensaran algunos. Sin embargo, las cifras ponen de presente que menos de un 10% de estos fueron producto de violencia sociopolítica. Mientras que las acciones militares, los enfrentamientos armados, las acciones guerrilleras, paramilitares, el terrorismo y el asesinato político produjeron 1.320 muertos, los hechos de violencia común, en la cual se enmarcan las venganzas, las riñas y los delitos sexuales, provocaron 1.896 homicidios. Estas cifras evidencian un hecho que, por lo general, se pasa por alto. Esto es, que los muertos en el país no son en su mayoría consecuencia de acciones terroristas o actos de guerra.

Si menos del 10% de los asesinatos son producto de la guerra, significa que más del 90% se produjeron en los barrios, en las esquinas, en los festejos familiares. Esa violencia cotidiana hace que, por ejemplo, las viviendas se conviertan en lugares de altísimo riesgo si tenemos presente que en el periodo analizado se produjeron en su interior 1.597 asesinatos, 277 muertes más que las que se dieron en los campos de batalla.

La magnitud de estas cifras y los hechos que las originan deberían motivar una reflexión de fondo sobre el porvenir de la nación y la resignificación de la vida humana y su respeto como valor supremo en una sociedad democrática. Sin embargo, pareciera que hablar de asesinatos es llover sobre mojado ya que la respuesta generalizada a nuestra tragedia es la banalización de la violencia y la negación de un mundo del común atravesado por la barbarie.

De lo anterior es sintomático que el informe de Medicina Legal fuera registrado en las ediciones en línea de El Tiempo y El Espectador únicamente en la sección judicial y como una nota rutinaria de no más de diez líneas. De la misma manera, la parquedad de los lectores frente a éste desmadre contrasta con su participación activa en noticias de menor importancia. En El Espectador, por ejemplo, hubo diez y ocho comentarios al informe mencionado, mientras que el poll bimensual de Invamer – Gallup del 10 de Julio reportó casi dos mil opiniones.

A pesar de la imagen que se reproduce desde el discurso oficial, su despliegue en los grandes medios de comunicación y la apropiación de éste por gran parte de los colombianos, la victoria del Estado frente a los irregulares (sean guerrillas, paramilitares o "Bandas Criminales") no traerá la pacificación definitiva de este país, ni redundará en la fotografía idílica de un pueblo tomado de las manos gritando a viva voz que los buenos somos más.

Nadie duda de la necesidad de derrotar a las guerrillas y erradicar los fenómenos ilegales asociados a estas. Sin embargo, sería más importante y, quizá más imperioso, que los discursos oficiales y las acciones públicas que los acompañan se orientaran al ataque y la erradicación de la pandemia de la violencia común. Atacar este tipo de violencia y estimular una cultura de conflictos más allá de la aniquilación física del contrario es lo que permitirá que los colombianos puedan hacer suyas las lógicas definitorias de la democracia liberal y domestiquen esa violencia naturalizada que no permite pensar una sociedad distinta. De no ser así de nada valdran los esfuerzos por vencer a los irregulares de hoy, ya que a su derrota surgirán unos nuevos, con renovadas justificaciones para recurrir a la violencia, y el resto de los colombianos continuará padeciendo el asesinato y el aniquilamiento físico como mediador social legitimado.

Bogotá, 10 de Agosto de 2009

lunes, 20 de abril de 2009

LLEGAMOS A MIL

Superadas las mil visitas agradezco a todos los que ingresaron al Blog y se tomaron el tiempo de leer y comentar los artículos.

LOS OLVIDADIZOS

El paramilitarismo se propagó en el país replicando el modelo desplegado en Puerto Boyacá (Boyacá); recorrido en el cual Ramón Isaza y “Ernesto Báez” entrecruzaron sus vidas. Primero en los escuadrones de la muerte promovidos en la región del Magdalena Medio, hoy en día en las audiencias de la ley de Justicia y Paz imputados por crímenes de lesa humanidad.

Isaza y “Báez” son testigos de excepción del nacimiento y expansión del narco-paramilitarismo, de ahí que sus testimonios sean importantes para esclarecer los crímenes derivados de su modelo de control social, pero aún más importante, son claves para explicar cómo desde las elites locales y regionales se estableció la simbiosis entre narcotráfico, paramilitarismo y política. Sin embargo, tras acogerse a la ley 975 se hallan frente a la justicia y coinciden nuevamente; sólo que -esta vez- en la negación y el ocultamiento de los crímenes que auspiciaron y perpetraron durante más de veinte años.

Desde su primera audiencia, en la que dijo sufrir de Alzheimer, Ramón Isaza ha confesado poco y su memoria se recupera lentamente con datos insuficientes o sin importancia. Lo de “Báez” no ha sido muy distinto. A casi cuatro años de su desmovilización, según informe de El Espectador, “suele explayarse en largas disquisiciones políticas, pero cuando se le pregunta por crímenes específicos perpetrados por las autodefensas, elude cualquier responsabilidad personal y circunscribe su testimonio a versiones de oídas”.

La desmemoria de los históricos del paramilitarismo pareciera reafirmar que, a pesar de la desfiguración promovida por algunos sectores de la sociedad y la institucionalidad colombiana respecto de las reales motivaciones de estos criminales, su guerra contra las guerrillas fue un simple accidente en su carrera por usurpar violentamente grandes territorios y, quizá lo más importante, descomponer el ya debilitado tejido social con la imposición de prácticas ilegales propias del narcotráfico.

Pese a sus falencias, amplios sectores de opinión señalan que la desmovilización parcial de más de treinta mil combatientes es ya una victoria del Estado frente a la violencia y un motivo suficiente para sentir la satisfacción del deber cumplido. No obstante la importancia de dicho proceso, el silencio de la comandancia respecto de las masacres y genocidios que se obstinan en negar, así como frente a las alianzas entre la institucionalidad y el entramado de ilegalidad impuesto por la triunfante revolución “traqueta”, promueven la impunidad y la negación de una historia de terror que tiene que ser contada: no sólo para reparar a todas las víctimas sino para poder reconfigurar la nación y sus imaginarios desde narrativas que permitan reconocer las motivaciones y los actores involucrados, buscando así transformar dichas prácticas y mentalidades para la búsqueda de un conflicto posible mas allá de la violencia.

Con la negación de sus crímenes, Ramón Isaza y Ernesto Báez, confirman que sus propios muertos y los de las miles de familias víctimas de masacres y genocidios nunca estuvieron vinculados en sentido estricto a acciones de guerra que justificaran tales sacrificios. Sus actos nos recuerdan que, como sentenciara Nietzsche, con bastante frecuencia el criminal no está a la altura de su acto puesto que lo empequeñece y calumnia.

El silencio cobarde de éstos y los demás paramilitares que no fueron extraditados es sintomático de una realidad lamentable. Son expresión de un mundo social azotado y tomado a la fuerza por gatilleros sin sentido de honor o dignidad que, apoyados en el silencio cómplice y la venalidad de una élite inescrupulosa, llevaron a la sociedad colombiana a transitar por el camino de la antitética de la ilegalidad en la que hay que agradecerles por tan noble cruzada.

Alejandro Pérez, Abril 20 de 2009

jueves, 16 de abril de 2009

DE VUELTA A LA TOLERANCIA

En el mundo liberal la Tolerancia es el valor fundamental para consolidar la democracia y el elemento necesario para formalizar relaciones sociales en las que impere la alteridad. La Tolerancia fue originariamente un dispositivo de incorporación social de “herejes”, “desviados” o “impuros”, en momentos en que la lógica política de los Estados nacionales se imponía al mundo sacramental. A pesar de su condición indeseable, el tolerado no sería llevado a la hoguera por sus convicciones religiosas. En un segundo momento la Tolerancia pasa de ser una concesión arbitraria a una norma jurídica con la consagración de los derechos individuales y el ejercicio de la ciudadanía. Finalmente, la Tolerancia es hoy un principio ético necesario para el despliegue de instituciones y prácticas culturales democráticas. Esta representa el consenso por el cual “se renuncia expresamente al uso de la violencia para la resolución” de los antagonismos y las discrepancias sociales, y por el cual se reconoce la diversidad y promueve el conflicto en marcos normativos propios de la vida democrática.

La evolución del concepto se da en los últimos 400 años de la historia de Occidente. Sin embargo, en la sociedad colombiana la institucionalización de la Tolerancia como regla de conducta deseable, y los avances normativos en la materia, no han impactado en la constitución de prácticas y mentalidades que supongan la aceptación de la diferencia o, por lo menos, el respeto por la integridad física del “intolerado”. Bien sea en el terreno de la política o en el respeto y afirmación de las identidades individuales, los ejemplos de intolerancia abundan.

De un lado, la interminable violencia política sufrida desde la segunda mitad del siglo pasado, que va del corte franela de la Violencia al canibalismo paramilitar de nuestros días, pone de presente una cultura política que no ha podido desechar la violencia y el aniquilamiento físico como instrumento válido de acción. Aunque ilegal y repudiado desde la forma, el fondo se hace presente cuando amplios sectores de la sociedad legitiman las acciones violentas de los grupos armados ilegales y consideran normal, e incluso necesario, cuando el Estado abusa del monopolio de la coerción eliminando físicamente a sus contradictores.

Desde otras esferas, los crímenes de odio contra la comunidad LGTB o las muertes provocadas en el ámbito del futbol por cuenta de las Barras Bravas, por ejemplo, hacen evidente una anomia definitoria de la colombianidad que nos lleva a pensar si esta sociedad fracaso en el intento de regir sus destinos por las ideas más elementales de la civilización y la Modernidad, o si por el contrario nisiquiera ha iniciado tal recorrido.

De los más enconados antagonismos a la más banal de las contradicciones, la imposibilidad de acudir a la Tolerancia en cualquiera de sus acepciones sugiere que, a pasar de los 400 años de atraso en la apropiación de dicha noción, se requiere avanzar en los procesos básicos que posibiliten llegar algún día al menos a soportar aquello que de antemano se rechaza por indeseable o impensable, y por tanto intolerable, sin recurrir a su eliminación física. Es decir, volver a los origenes mismos del concepto. Al lograr ese presupuesto esencial podríamos pensar, por qué no, en la edificación de una cultura de conflictos que, entendiendo lo inevitable de los mismos, haga posible enfrentarlos con la mayor vehemencia, pero al mismo tiempo con la racionalidad suficiente para entender que un proyecto de nación y unas nuevas narrativas que lo apoyen no pueden estar soportadas sino en el respeto por la vida humana y todo lo que de ello se deriva.

Alejandro Pérez
Abril 16 de 2009

viernes, 27 de febrero de 2009

ANTROPOFAGIA Y CONSTITUCIÓN DEL ORDEN

El Caníbal y las metáforas del canibalismo son parte de la visión occidental del mundo. Con éstas se ha deshumanizado lo desconocido, representado lo diferente e ilustrado rupturas y transiciones en órdenes sociales constituidos.

Las referencias políticas son numerosas. Baste recordar que en Colombia el canibalismo ha sido un comportamiento autodestructivo atribuido a la izquierda, cuya principal característica ha sido el desprestigio y la anulación entre copartidarios, por causa de matices ideológicos irreconciliables, aun a expensas de su propia supervivencia política.

En la disputa por el poder y la definición de nuevas realidades, la antropofagia ejemplifica la tensión entre poderes instituidos e instituyentes bajo las lógicas de la democracia y la civilidad. Nadie pensaría que en pleno siglo XXI el canibalismo pudiera ser, en su sentido estricto, un instrumento posible de acción política o un referente simbólico aceptado.

No obstante, al leer en la revista Semana el link http://www.verdadabierta.com/, (dedicado al estudio del paramilitarismo), recordé las declaraciones de alias Robinson reproducidas en un debate adelantado en la Cámara de Representantes. Cuenta Robinson que “a veces nos hacían tomar vasos de sangre o cuando no había carne, pues, para comer, sacábamos la de los muertos (…) el comandante (…) les metía el cuchillo aquí (en el cuello) y chorreaba la sangre, entonces él cogía el vaso y nos lo pasaba a uno por uno. Nos decía que la sangre era para que nos diera sed y siguiéramos matando personas". Tristemente este relato exhibe dos elementos centrales del presente político e institucional colombiano.

En primer lugar evidencia la ferocidad de los grupos violentos, su repulsión hacia las normas mínimas del Derecho Internacional Humanitario y la renuncia a cualquier asomo de honor y gallardía, propios del guerrero. En segundo lugar refleja la legitimación de la barbarie y el canibalismo como dispositivos de disciplinamiento social por parte de algunas élites locales y regionales.

A diciembre de 2008, “la Fiscalía ha detectado 172 casos de políticos involucrados con grupos ilegales, entre los que sobresalen 96 Alcaldes, 23 Concejales, 25 Senadores, 16 Representantes a la Cámara y 12 gobernadores” según datos de http://www.verdadabierta.com/. Es claro, entonces, que gamonales, terratenientes y autoridades locales se beneficiaron y favorecieron del terror como forma de disputar el poder político y alcanzar los distintos niveles de la representación popular. La representación del poder, materializada en el acceso al parlamento y demás cargos de elección popular, se sustentó en el poder de la representación y en el despliegue de imágenes pavorosas acompañadas de antropofagia y genocidios inenarrables.

Ante este panorama bueno es recordar a Norbert Lechner, cuando señala que: “la política es a su vez objeto de la lucha política. Vale decir, [que] la lucha es siempre también una lucha por definir lo que es la política". Esto, ya que el fenómeno de la violencia y el aprovechamiento de la misma para el beneficio de ciertos grupos o individuos no solamente pone en entredicho la legitimidad del Estado, al favorecer desde el poder político institucional la fragmentación de la soberanía a la cual debe su mandato, sino que configura un escenario público inmóvil en el que la reproducción de imágenes y prácticas de terror impiden la construcción de una cultura democrática en la que la imbricación entre poderes instituidos y poderes instituyentes se decida bajo lógicas ciudadanas, que si bien no desconocen el conflicto, permitan negociarlo sin llegar a la ingestión del adversario.

Alejandro Pérez
Febrero 27 de 2009

sábado, 21 de febrero de 2009

¿BRUTALIDAD POLICIAL O BRUTALIDAD SOCIAL? ABUSO DE AUTORIDAD Y ESTADO DE DERECHO

Otra vez la Policía Nacional dando de qué hablar. Hace menos de dos semanas el escándalo corrió por cuenta de los jóvenes quemados en la estación de policía de la localidad de Rafael Uribe Uribe. Hoy las críticas se deben al video transmitido por el Canal RCN en el cual un teniente es sometido a tratos degradantes por parte de sus superiores. Frente a esto la reacción institucional es siempre la misma. Bien sea Naranjo o Palomino, los lugares comunes y las frases de cajón se repiten. “Vergonzoso que servidores de la Institución hubiesen atacado de esa manera a esos jóvenes”, “la Policía Nacional se siente lastimada, porque realmente es una situación indigna”. ¿Y?

El problema de fondo es el uso y legitimación de prácticas degradantes y abusivas por parte de quienes constitucionalmente administran la fuerza y la coerción. La Corte Constitucional señala que las autoridades de policía “son las encargadas de garantizar el derecho constitucional fundamental a la protección a todas las personas dentro del territorio de la República.” En contravía de esto, el accionar de un gran número de policías parece responder a criterios derivados de una lógica sectaria desde la cual los principios democráticos sucumben frente a las prácticas y mentalidades tradicionales del guerrero, pero despojadas de todo principio de honor y respeto por el adversario.

Esto, por supuesto, no es gratuito. Por el contrario, se vincula al desprecio manifiesto de nuestra sociedad por los valores democráticos y los avances del mundo occidental en materia de derechos y libertades individuales. Para muchos colombianos los principios que sostienen el Estado de Derecho, como el debido proceso o la presunción de inocencia, parecieran ser simples entelequias jurídicas o leguleyadas sin asidero en la realidad. Los foros virtuales así lo demuestran.

En www.eltiempo.com, la forista Luzbece comenta la noticia de los jóvenes quemados, señalando que “no es aceptable que todos los medios hablen en contra la autoridad; si bien es cierto deben dar ejemplo; pero qué estaban haciendo estos demonios menores de edad por la calle a esas horas; no sería que estaban haciendo fechorías, robando, intimidando con armas, drogados; muy seguramente habían hecho mucho daño como querían hacerlo al joven que ellos quemaron primero. De qué se quejan estos mocosos, si les dieron de la misma medicina”.

En relación con el video del teniente de la policía, el forista JVC, también en www.eltiempo.com, crítica a los demás participantes señalando que “ninguno de aquí es uniformado como para saber en qué consiste el honor y los códigos que ellos manejan muy diferentes a los de los civiles, tanto que para eso hay una justicia penal militar. Si los estuvieran quemando, golpeando, arreando, dándoles tiros peleen, pero por algo que es voxpopuli en las graduaciones”.

Las arbitrariedades y los escándalos de la policía, más que evidenciar las prácticas indeseables de algunos uniformados, permiten observar algunas de las dificultades por las cuales en Colombia no ha sido posible superar la violencia y edificar una esfera pública regida por los valores heredados de la ilustración. Esto, ya que los rituales y prácticas sectarias no se han confinado al ámbito privado y han terminado por definir, en parte, las relaciones entre el Estado y la Sociedad, limitando de esta manera la consolidación de racionalidades cívicas a través de las cuales el consenso y el conflicto se diriman en espacios reglados por la ley, sobre el entendido de que son estas las únicas formas legitimas de acción.

Alejandro Pérez
Bogotá 21 de Febrero de 2009

CANIBALISMO URBANO: JÓVENES, VIOLENCIA E IDENTIDAD

La aversión hacia los Emos, tan común dentro de las “tribus” urbanas, pasó de la amenaza anónima e inmaterial al acto criminal. Publica el El Tiempo el 10 de Abril que “por ser 'emo', menor fue apuñalado por dos estudiantes al salir del colegio". El odio hacia estos jóvenes se evidencia en las redes sociales. Grupos como “Un millón de voces contra los emos” o “Muerte a los emos” abundan en el Facebook y a nadie pareciera importarle. Este llamado a la muerte no sería preocupante de no ser porque en Colombia las amenazas se convierten, a la vista de todos, en una sentencia de muerte.

¡Yo soy lo que soy, porque no soy como tú! Con estas identidades negativas los grupos juveniles definen sus rituales y prácticas, entre las cuales la violencia se revela, en contextos ajenos al nuestro, como un último recurso a la hora de reivindicar su existencia. En nuestro país, sin embargo, recurren a la exclusión por la vía de las armas como dispositivo privilegiado a la hora de diferenciarse del otro, aún cuando el sustrato del cual devienen sus antagonismos es de una banalidad pasmosa. Las razones que se aducen para atentar contra los Emos, tomadas de los foros virtuales del Facebook, se ubican entre la autenticidad y la identidad sexual.

Dado que la apariencia de estos jóvenes oscila entre el gótico, el metal y el punk, estas tribus urbanas ven en la estética de los “emos” una amenaza a su propia identidad, con el agravante de deber su origen a una moda, a una motivación exclusivamente comercial. Sin embargo, es paradójico que estas mismas tendencias deban su estética a modas definidas en las metrópolis y hayan sido concebidas, en muchos casos, más como estrategias de mercadeo que como reacción o propuesta contracultural.

El punk, por ejemplo, que es la estética arquetípica de lo alternativo durante los últimos treinta años, en sus origenes fue parte de una estrategia comercial definida por Malcom McLaren, manager de The Sex Pistols. ¿Este hecho la invalida? Por supuesto que no. A pesar de emerger como una moda, el Punk y su propuesta musical impactaron positivamente en el despliegue de las luchas políticas alternativas y libertarias en la Inglaterra de finales de los 70s.

De otro lado, los cuestionamientos más vehementes en contra de esta nueva “tribu” no provienen de la pugnacidad subcultural desde la cual los grupos construyen su identidad, sino de la manera como los “Emos” invierten el binomio Hombre/Mujer y logran por la vieja vía de la provocación desplegar su identidad y afianzarla desde el reconocimiento negativo de todos aquellos que se sienten vulnerados por esta estética emergente. Para “Un millón de voces contra los Emos”, por ejemplo, su rechazo se basa en que “les gusta el rosado, lloran, le toman fotos al pelo, los rubios se tiñen de negro y los morenos de güero, son mas vanidosos que las viejas están a la moda”.

¿Lo anterior justifica el que las “tribus” urbanas se debatan entre la vida y la muerte? Evidentemente no. Pero cabe preguntarse ¿por qué para éstas?, a pesar de la vacuidad de sus motivaciones, la violencia se convierte en un recurso irrenunciable. Una respuesta posible es que, a pesar de apropiar tendencias emergentes o alternativas, nuestra juventud no modifica las prácticas y discursos tradicionales propios de la colombianidad en los que, por ejemplo, la violencia es un mediador social legitimado.

Lo triste de este caso es que nuestra sociedad no da muestras de avanzar en la transformación de sus más acendrados antivalores, máxime cuando su juventud, motor privilegiado para la transformación social, en lugar de valorar la posibilidad de ser distinto, perpetúa y socializa la violencia como instrumento legitimo para la afirmación de su propia individualidad. Con sus prácticas, nuestros jóvenes y sus “tribus” urbanas nos remiten más a rituales atávicos cercanos al canibalismo, que a sujetos que reivindican su existencia en la ya tardía modernidad.

Alejandro Pérez
Bogotá, Mayo 1 de 2008